Para aligerar un poco, vámonos a la poesía. ¡No se asusten! Son los únicos y últimos poemas mios que figurarán en el blog. Han aparecido en la Revista "Nayagua", que edita la Fundación José Hierro de Getafe, pero necesidades económicas les han hecho digitalizar la publicación y no creo que si tengo algún lector vaya a buscarme allí. En fin, una explicación como otra cualquiera. A mí en este campo solamente me conoce el género "poeta" por un librillo de hace muchos años ( El peso de las estrellas, que fue accésit del Premio de Poesía "Francisco de Quevedo", como ya he dicho en otra entrada de este blog, y publiqué en edición muy limitada) y por algunos poemas sueltos aparecidos en "Ágora", "Poesía Española" y otras revistas.
la que nos hiere, que una luz más alta
hace nacer las sombras, las destruye.
Y así aquel rostro que decía
"yo soy la dicha, espera" o "todavía es tiempo",
lo borra el fuego que del fuego nace.
Justicia de la luz que desvanece
la materia encendica, que libera
la dolida y profunda esencia renovada
y la deja en su ser y la transforma
y nos parece arena, sombra turbia,
cuando es tan sólo claridad del alma.
Y nos estremecemos, no podemos
resistir la belleza sin escoria.
Una aflicción, una congoja nace
de su contemplación, y tan absortos
nos deja el fuego que agoniza
que somos incapaces de ver entre esas llamas
el verdaero rostro en fervorosa
quietud de penitente transformado.
Símbolos celebrados, transparentes
sombras que desordenan lo visible
y hacen de la inocencia su destino
en medio de una lluvia de ceniza.
Así, entre lo real
y lo irreal y lo increado,
y lo irreal y lo increado,
la poderosa luz se impone, rasga
la tenue claridad que imaginábamos
real por evidente, y la convierte
en elevada y fiel, liberadora,
total y omnipresente forma eterna.
Para que ignore
que aun florecen las rosas,
piadosas manos le cegaron.
Un gesto de piedad lleva su frente
hacia la tierra. Nada tan hermoso
como ese pecho donde tantas horas
busco el amante
acogida y calor, no entendimiento.
¡Tanto amor, tanto amor, tan hondamente
amor naciendo en las entrañas!
Deseable, ocupaba los lugares
últimos, alejados
y desde allí esperaba las migajas
de una mirada cómplice
de aquel enfermo dios.
Pudo haber sido alegre mensajero
de alegrías, vivir entre los suyos,
acariciar a una muchacha.
Pudo haber sido amado por poetas,
por pintores y artistas que adoraron
la perfección de su belleza.
Pudo hasta ser feliz, sólo fue entrega
y adoración, temblor,
dichosa lumbre.
Ni siquiera sabemos si su muerte
-terrible y sin quejidos, holocausto
mudo, agonía temblorosa-
fue acogida en las manos de los dioses
con la benevolencia que aquel último
ejercicio de amor les exigía.
Hoy en Olimpia, un mármol palpitante
hace eterno ese gesto en que se ofrece
el amante. No hay sombra de sonrisa
en sus labios, ni gesto olvidadizo,
ni pasión, ni esperanza. Es sólo un hombre
escuchando los últimos latidos de su sangre
mientras espera el paso de la muerte.
Tiempo y muerte
Esa mano invisible que besamoso mordemos en esta travesía
arrastra nuestro cuerpo
por la trama y la urdimbre de las horas.
Tiempo y muerte, seguros vigilantes
a un lado y otro del umbral del llanto
y de la risa, del dolor, del odio,
de la alegría y la desesperanza,
ahí están impasibles si nosotros
elevamos la voz para el orgullo
de un éxito, impasibles para el ronco
alarido del cuerpo atormentado.
Tiempo y muerte inmutables, caminando
a nuestro propio paso, los guardianes
del amor, del olvido, de la incuria,
de la riqueza, el grito y el silencio.
Ahora ¡qué tarde ya! los encontramos
al final del camino
avanzando seguros; los sabemos
herida en el costado cuando apenas
ayer los ignorábamos felices.
Tiempo y muerte, palabras,
sólo eso, palabras y ahora lastre,
cadena entre la niebla, peso cierto
para este caminar de condenados.
Debe existir una palabra,
una palabra que detenga el tiempo
y haga eterno el instante
en que tú y yo nos encontremos.
Detendría mi vida en esa hora
en que mi corazón halló su eco
en el sonoro golpear profundo
de la campana de tu pecho.
Debe existir una palabra
que haga de mármol el momento
en que tus manos y mis manos
sepan del gozo del encuentro.